Revisando viejos
manuscritos he concluido
por enamorarme de
un añejo torneo. Una verdadera
cuna futbolística capaz
de atraer a
millones y seguir
como al principio, con esas
batallas que hacen
de este deporte
un discurrir de
llanto alegre y
a la vez compungido.
Una Copa donde
Cafú hizo su
aparición con un
bicampeonato. Donde un tal Elías Figueroa
se lució, pero que jamás
alcanzó a tocarla. Un torneo
que a veces
se definió en
campo neutral, y que
supo cobijar al
genial Ricardo Enrique
Bochini y aquel
Independiente que debió
conservar el trofeo. Un campeonato
que tuvo entre
sus preferidos al
Peñarol de Pedro
Virgilio Rocha y
de Alberto Spencer. Una
Copa que se negó
a
algunos y se
entregó a otros. Que vivió
con los poderosos
y también con
los humildes.
Una Copa que grito
goles agónicos. Que supo
de hazañas ecuatorianas
y de malcriadeces
estudiantiles. Que conoció a Ladislao Mazurkievics
y se casó
con Ricardo Elbio
Pavoni. Que abrigó las
locuras de un
Gatti y cumplió
los sueños de
un Maturana. Que cacheteo
al pueblo americanista
y que también
fue justo con
un alicaído Tele
Santana. Que tuvo
al finado Escobar
en sus campos, y
se abrazó con
un Diego Aguirre en
los descuentos. Que alardeo
con un Chilavert
y jugueteo con
un Riquelme que
hizo lo que quiso.
La Copa se
mira y no se toca. No hay
campos que parecen
alfombras, no hay colosos
que parecen de
ensueño. En tierras americanas
los Libertadores plantaron
cara, hicieron lo suyo, y
dejaron un legado
que hoy, año tras
año, es añorado y
vitoreado por aquellos
cuya sangre es
derramada al querer
alcanzarla.
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