Cuando tienes ocho
años no te
percatas de casi
nada. Reniegas para despertarte
temprano e ir
al colegio. No te
gusta la comida
que prepara tu madre, no
haces las tareas
y juegas al
fútbol en los
recreos.
Bueno, una intervención quirúrgica lo
cambia todo. Era 1986
y el hospital
del niño cobijaba
a un todavía
existente infante. Ya olvide
lo que paso. De cómo un
inconsciente galeno me
salvó la vida. Se los
juró que lo olvide.
Entre tantos enfermos
yo era el
más saludable. Todo me
era extraño. La fiebre
mundialista estaba en el ambiente
y había un compañero de
piso que no hacía
nada más que
hablar de Maradona. Que el pibe esto, que
el pibe lo
otro. Que nadie podría
contra ese individuo
que sucumbió ante
Luis Reyna pero
que manejaba la
zurda con maestría. Yo desconocía
de fútbol, lo admito. Allí estaba
él, postrado en una
cama pero con
la mirada más
emocionada que recuerde. No supe más
de aquel contemporáneo sin
piernas.
Argentina fue campeón
del mundo y
Maradona marcó una
época. No lo sé, tal
vez era vidente. No lo sé,
tal vez
era intuitivo.
Sepultado en mi
memoria recuerdo mucho
sus palabras, no así
su nombre. Solo recuerdo
al hincha extraviado
cuyas ganas de
vivir eran superiores
a las mías. Solo recuerdo
a aquel desahuciado
que sonreía como
si nada pasara, que soñaba
como si hubiera
un mañana.
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